3 dic 2009

El afilador desfasado

Subía del trabajo a casa como todos los días.
También, como todos los días, aparqué en doble fila, con los intermitentes encendidos, frente al kiosco de periódicos y fui a la panadería de siempre a por el “pan nuestro de cada día”: una barra larga, poco tostada.
En la panadería había dos mujeres delante de mí. El expendedor jubilado y con reflejos, no precisamente de una ardilla, les despachaba con la parsimonia de siempre.
Oí a lo lejos un sonido como de flauta, corto y sonoro.
Ti-ro-riiiii, ti-ro-ri-ro-riiii.
Enseguida sonó de nuevo y con las orejas pitas espere un nuevo sonido que enseguida llegó. Sin darme cuenta, dije en voz alta:
-¡Andá un afilador!
El panadero dijo:
-En la última semana ya han pasado por el barriotres o cuatro afiladores.
-A lo mejor es el mismo, dijo una de las señoras.
-No, porque el mismo no vuelve donde ya ha estado, va a otros barrios.
El argumento era tan obvio, que nadie dijo nada.
La mujer que estaba delante de mí después de sonar el “titoriroriii…! dos veces espetó:
-La crisis obliga a buscar cualquier oficio para sobrevivir. Es el estómago, que está vacío y hay que llenarlo.
La primera mujer, entonces, pidió magdalenas. Como el panadero iba a tardar muchísimo en servirla, yo me deslicé a la puerta para ver al de la flautilla.
Era un hombre delgado, con el pelo un poco largo y de varios días, sin lavar, vaqueros usados, botas fuertes y un gabán abierto. Tenía bigote. Me pareció sesenteno. Con una mano pasaba la flauta por los labios con mucha habilidad y gracejo, mientras miraba a las terrazas, esperando quizás que alguna ama de casa se asomara. Con la otra mano sujetaba una bicicleta con una cestita delante de los manillares y sobre la rueda de atrás la rueda de amolar.
Siempre que veo un afilador se me enternecen las fibras sensibles.
Recuerdo la cantidad de afiladores que pasaban por el pueblo cuando era niño allá a principios de los sesenta. También pasaban capadores –“capachines” decía mi padre con ironía-, estañadores, paragüeros, cerrajeros, copleros y catervas de gitanos con carretas, algún burro, la cabra para la leche, gallinas a las que les ataban un “callo” o media herradura para que no se fueran lejos y sobre todo críos con “velas” colgando de las narices y sabañones en las orejas.
Mi pueblo era como África subsahariana en la actualidad.
Cuando los afiladores llegaban al pueblo se daban una vuelta por las calles, seguido de todos los muchachos, soplando la flauta:
Ti-ro-riiiii, ti-ro-ri-ro-riiii. Después, instalaban la bicicleta en la plaza, desplegando del sillín una especie de cubo con cuatro patas que dejaba la rueda de atrás al aire y al mover los pedales se movía la rueda de afilar. Aquel artilugio mecánico me parecía entonces un gran adelanto de la técnica.
Pero, lo mejor era cuando afilaba cuchillos, tijeras, hachas, hachuelos, sierras…, moviendo con un píe el pedal y colocando con gran habilidad el instrumento a afilar en la rueda de amolar de la que salían “chustas”, provocando un ruido chirriante.
Todos los chavales observábamos la operación con los ojos como platos, imaginándonos manipular aquella rudimentaria máquina.
Mi abuelo decía que los afiladores eran gallegos y apuraba más, la mayoría de Orense, porque era una tierra muy pobre, se veían obligados a emigrar y buscarse la vida por “esos mundos”. En la mili casi todos los gallegos, que había conocido, decía, eran afiladores.
El estilo de vida ambulante, lejos de su familia, pobretones y la melancolía del sonido de la flauta siempre me produjo compasión.
Hoy, nada más comprar la barra de pan he salido rápidamente para observarle y lo he hecho desde el coche aparcado.
Me ha dado pena.
Siglo XXI. ¿Quién no tiene un “afilacuchillos” de bolsillo en su casa? Los parlanchines de feria los venden a un euro, regalando además un peine, un cortaúñas y un llavero con la selección española. Los chinos los ofertan, como todo, a cien. Ser afilador es inútil.
¡Viva el progreso!
Porque soy tolerante y respeto la forma de vida de cada uno, pero estuve a punto de decirle que tirara la rueda de afilar al contenedor y con la bicicleta se fuera a buscar otro oficio mejor. En fin, seguro, que el oficio le viene de herencia y su atadura a la tradición es para siempre.
Camino hacia el garaje de casa, estuvo a punto de escapárseme una lagrimilla bajo el párpado, pero un resoplido de la nariz hacia arriba, lo impidió.
Por el retrovisor vi como torcía por la esquina hacia otra calle, buscando cosas imposibles.
-¡Ti-ro-riiiii, ti-ro-ri-ro-riiii!
Un afilador desfasado.

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